2:23 p.m., estacionamiento de la escuela de Ernesto: Si desde que comenzó el año ha habido unas semanas más despejadas, han sido estas. Los días han estado espectaculares, al punto que cuando voy por el expreso, llegando a Plaza Las Américas y miro hacia el horizonte, las montañas de El Yunque se ven claritas.

Con esa tranquilidad del clima despejado, arranqué a recoger a Ernesto, olvidando que su escuela está cerca de una montañita, donde no importa la hora y cuán despejado esté el día, siempre, siempre, puede sorprender un aguacerito. Y aquí estoy, a esta hora, debajo del aguacero, escribiéndoles a ustedes, porque cuando estacioné, me volteé a buscar el paraguas en el asiento de atrás y, SORPRESA, no había paraguas.

Probablemente, está en alguna marquesina, dizque “escurriendo” del último aguacero de hace más de un mes, o en la oficina. Quién sabe si lo dejé en alguna sala de espera de un médico o en el baúl del carro. El punto es que no lo tengo accesible y a estas alturas no sé cómo me atrevo a vivir confiada de que la sombrilla está en el asiento de atrás del auto.

Ya me pasa con tanta frecuencia que debo dejar de sorprenderme y resignarme con andar siempre con una capa en la gaveta del “dash” o con bolsas plásticas. O ¿será posible encontrar una fórmula para asegurarte de siempre que lo usas devolver el paragua al asiento trasero del auto para cuando lo necesites?

Nada, está bajando un poco la intensidad. Me voy a poner el abrigo en la cabeza para, por lo menos, bajarme. Hablamos en la próxima.