11:28 a.m., estacionamiento de la oficina – ¿Alguna vez les ha pasado que en un momento de mucho estrés –o prisa- ven cómo todo lo que “predican” día a día se va a la basura?

A mí me acaba de pasar, y les confieso que me siento fatal. Resulta que, como siempre ando tarde y de prisa (tengo serios problemas para calcular mi tiempo), salí retrasada para una reunión importante de trabajo, así que me monté en la guagua y, como dicen por ahí, “le metí el chambón” queriendo convertir un tramo de media hora en 15 minutos.

Tan pronto tomé la salida hacia el expreso, me encontré con un carro en el mismo medio, que conducía algo perdido, por debajo del mínimo de velocidad permitida (y yo queriendo ir por encima del máximo). Me le pegué, esperé un par de segundos, empecé a tocarle bocina como una loca y me le salí de atrás tan pronto pude. Cuando le pasaba por el lado, miré a ver quién iba. Era algún señor de unos cuarentaitantos que, sencillamente, estaba confundido.

Inmediatamente, me invadió el sentimiento de culpa. ¿Cómo es posible que lleve semanas escribiendo sobre experiencias en la calle con alguna gente desconsiderada, invitando a la empatía y solidaridad mientras conducimos y aquí estoy acabando de hacer lo que tanto critico?

Solté el acelerador y regresé a la velocidad máxima permitida. Sin tanto corte de pastelillo. Sin tanta prisa. Mi paz mental, mi salud física y la de los que comparten la calle conmigo no puede estar en juego por llegar a tiempo a una reunión a la que sencillamente ya no voy a llegar a tiempo. Los demás conductores tampoco tienen la culpa de mi problema para manejar el tiempo. Les comparto esto porque soy humana y me equivoco, como nos pasa a todos. Al menos, trato de ser consciente de la situación y evitarla siempre que me sea posible. La próxima vez, debo salir a tiempo.