7:25 a.m., avenida Winston Churchill – Tengo una guagua con sistema de Bluetooth y audífonos en caso de que el celular no se conecte bien para evitar incumplir con la ley o poner en riesgo a mi familia por andar con el celular en la mano.
Pero, con el trajín del día a día, un trabajo por cuenta propia y muchos asuntos pendientes, siempre me llega un mensaje de texto, un whatsapp o un correo electrónico que quiero contestar en el momento.
Sí. ¡Mientras guío! Algo pasa en mi sistema cuando leo el mensaje, que desactiva todos mis instintos de protección. Por un momento, me desconecto y empiezo a escribir pensando que “es un momentito”, “un sí, no, perfecto”. En fin, un texto que puedo escribir relativamente rápido y sin poner a nadie en riesgo.
Mi problema es que ese momentito se repite una y otra vez, en la mañana, la tarde y hasta en la noche, hasta que desde el asiento posterior de la guagua se escucha: “Mami, no textees. Me da miedo.”.
Suelto el teléfono y quedo muda. No sé qué hacer, si seguir contestando el mensaje o si soltar el celular y decirle a Ernesto que tiene toda la razón y que no se va a repetir. Después de tantos años y tácticas para hacer sentir a mi hijo seguro y protegido, cómo me atrevo a ponerlo en riesgo, a hacerlo sentir inseguro a pesar de estar con su mamá.
Después de unos segundos en silencio, dejo el mensaje a mitad, suelto el teléfono y extiendo esa misma mano hacia el asiento de atrás para agarrarle la mano y pedirle perdón.
El mensaje y el trabajo pueden esperar, el tiempo con mi hijo no regresa y no quiero que lo pase sintiéndose en peligro. Al final, si la respuesta no puede esperar, siempre puedo optar por una llamada o un mensaje de voz.