2:21 pm, viernes estacionada en casita
Ay, yo tengo que confesarles algo. Nunca me he sentido como una persona obsesiva-compulsiva. Tampoco he sentido que soy esta ultra-fanática de los carros… hasta esta semana. No sé si a ustedes les ha pasado, pero esta semana tuve que intercambiar autos con mi marido. Tenía visita y mi guagua era más cómoda para el carreteo de sus invitados. En cambio, me tocó a mí, su auto deportivo. ¿Suena como tremendo trueque, verdad? En teoría, parecería que había salido yo ganando. Un auto deportivo, modelo más nuevo que el mío ¿cómo quitarme par de años de encima? ¿Botox sobre ruedas? Ay, pues no. Ahí es que me enteré de que soy muy maniática y menos “chic” de lo que pensaba.
Mi carro es mi santuario. No solo escribo desde aquí y me lleva y me trae, sino que me doy cuenta de que mientras más tiempo paso en él, más uno lo personaliza. Aquí sé donde está todo. Tengo los gadgets que quiero y que necesito para facilitar mi vida. Mi carro me conoce, tiene la temperatura a mi gusto, el asiento a mi altura.
Esta semana, lo extrañé. Me sentí disfrazada en un auto que no era el mío, perdida en la vía con este extraño. Changuería full, estoy clara. Pero sirve para establecer una vez más lo importante que son los autos en nuestra vida. Los autos son más que un lleva y trae y mientras yo esté de vuelta en el mío, ¡y seguiré escribiendo!
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